Aristóteles decía que educar la mente sin tener en cuenta el corazón no era en absoluto educar. En la era Internet, la emoción es la piedra filosofal que refleja anhelos y cuadra perspectivas. Gestionar sentimientos, pertenencia, hiperconectividad e impulsividad forma parte tanto del autoconocimiento como de una labor formativa en el aquí y ahora.
Educar es una negociación continua de límites, no una decisión por el aislamiento de las cosas. Y educar es también una invitación a valores. Familias y docentes están llamados a ejercer más como guías que como vigías. Y falta visión en la misión: Se requiere un esfuerzo de estar al día con la tecnología y elaborar buenas prácticas de manera creativa.
Todo ello pasa por una toma de decisiones comprometida del mundo adulto. La primera y más preocupante sería la edad a la que incorporamos el smartphone. Lejos de sorprendentes rituales —regalo de status cuando algunos hacen la primera Comunión—, el móvil no debería estar en Educación Primaria.
Una alfabetización digital pasará por cómo los mayores incorporen el celular en la adolescencia, en paulatino grado de autonomía y corresponsabilidad del menor, sin la desconexión de padres y madres en este proceso. Y un empoderamiento de la comunidad educativa resultará de cómo su profesorado innove con habilidad su uso como herramienta de transferencia de conocimiento.
El móvil deberá adaptarse paulatinamente a nuestros centros educativos, y no al revés. Como sucede en otras realidades, desde el aula deberá ser reflexionado, pautado y orientado para la vida, día a día, desde una educación en valores. A veces todo se resume a una mera cuestión de convivencia, respeto y sentido común.
© Carlos Gurpegui
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